90 minutos.

Cuando yo tenía 4 años, el abuelo vino a vivir a la ciudad con nosotras. Mamá y yo estábamos solas, y él también. La decisión que él tomó junto a mi madre fue de ayuda mutua, de mitigar la soledad y ayudarnos a subsistir viviendo los tres juntos. El día que se mudó a mi casa, yo estaba emocionada. Recuerdo haber bajado las escaleras de casa con rapidez cuando escuché el claxon de aquel coche que conducía en ese momento, el cual, más de 16 años después, conservo en casa como si fuera un tesoro.

Ayudé a mi abuelo a bajar las cosas del coche, y encontré una vieja pelota, que solía ser roja, pero estaba sucia. Me adivirtió que no la tocase, que él lo haría y la limpiaría para que pudiese jugar con ella. Yo obedecí, y aunque pasamos aquella mañana colocando las cosas en su habitación, lo que yo quería era terminar pronto y jugar con aquella pelota en compañía de mi abuelo.

Abuelo era muy bueno jugando al fútbol. Aquella tarde nos entretuvimos en el patio de casa. Yo  me enfadaba, porque era incapaz de quitarle el balón de los pies, y siempre me caía al suelo. "Tienes que aprender a quitármela", me decía. Y por eso, todas las tardes, después de clase, jugábamos a la pelota. Algunas veces yo era la portera, y trataba de detener sus disparos. Otras, era yo la que disparaba y él intentaba parar el balón cada vez que chutaba el balón.

A veces íbamos a la plaza que estaba cerca de casa. Todos los niños jugaban entre ellos, pero yo solo quería jugar con el abuelo. Me abstraía del mundo, solo escuchaba sus consejos para mejorar, y poco a poco, fui mejorando mis habilidades, siendo más rápida y más certera. En mi cabeza, era solo un juego. Hasta que crecí, y esas tardes de entretenimiento se convirtieron en una posibilidad de futuro.

Abuelo fue el primero en confiar en mí, el primero en regalarme balones, el primero que insistió a mamá para que me dejara jugar al fútbol en un equipo, el primero en ir a ver mis partidos... Él siempre fue, conmigo, el primer apoyo y el más especial.

Cuando cumplí 18 años, mi nombre ya era conocido. Abuelo iba a todos los partidos cuando jugábamos en el estadio de mi equipo, coleccionaba camisetas, bufandas y banderas, y decía con orgullo que yo era su nieta. Mi primer gol, una noche de invierno de competición europea, se lo dediqué a él. Mamá me dijo que no lloraba así desde que falleció la abuela, pero que esta vez sus lágrimas eran de felicidad. El mérito de aquel logro, y de todos los anteriores que me llevaron a ese momento, no fue solo mío: fue un trabajo en equipo entre él y yo.

Con 20 años, y mucho trabajo detrás, llegó la noche con la que había soñado toda mi carrera: la final del mundial de fútbol femenino. Aquella noche, el himno de mi país hizo que las piernas me temblasen, tanto que, si las compañeras de ambos lados no me estuviesen abrazando los hombros, me habría caído.  MIré al cielo, ya que en las gradas, ya no podía encontrar al abuelo. Estaban todos menos él, pero siempre estaba presente en nuestros pensamientos, en todos los rincones de nuestra casa.

Nunca me pude imaginar que en mis botas, que llevaban escrito el nombre de mi abuelo, tenían guardadas el gol que aquella noche supuso nuestra victoria. El silencio que creía escuchar mientras miraba el balón, se convirtió en un estallido de júbilo que me llevó a correr sin ningún tumbo dentro del campo, inconsciente, eufórica, emocionada. 

El cielo estaba despejado aquella noche. "Perfecto", pensé. "Así el abuelo puede verme bien".

 

#SueñosdeGloria @zendalibros @iberdrola


Comentarios

  1. Un relato muy tierno y lleno de sentimiento, enhorabuena te ha quedado muy bonito.

    Suerte en el concurso

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