Guía.

No sabría nunca cómo definir qué es ser un estudiante modelo. Yo me limitaba, por aquel entonces, a sacar buenas notas y cumplir con mis propias metas, que no eran absolutamente ambiciosas. No sabía qué quería estudiar, aunque tenía ya una idea rondando mi cabeza. Diecisiete años, y como tantos estudiantes, ganas de pasar de curso y terminar aquella etapa, pero pocas oportunidades de aprender. Quizá es este sistema educativo que nos hace ser un poco autómatas: leer, memorizar, escribir y olvidar. Como si de un ritual se tratase.

Tuve la suerte, en ese entonces, de conocer la filosofía y a alguien que me enseñó a ponerla en práctica. Se disfrazó de maestro una persona capaz de hacernos plantear, sin salirse del esquema educativo ya estipulado, por qué pensamos, por qué llegamos a conclusiones y por qué evolucionamos.

Mi yo de esa época se enamoró de la filosofía antigua y de cómo todos esos textos escritos desde Platón hasta Nietzsche podían aplicarse a la realidad en la que estábamos viviendo. Algo redactado hace casi quince siglos podía compararse con nuestra situación actual en tantos aspectos que llegué a creer que la filosofía era magia.

Con el paso de los meses, entendí que si el encargado de hacernos aprender todos esos contenidos hubiera sido otro, quizá no me hubiera enamorado de la filosofía como lo hice. Pero ese profesor lo consiguió. Yo ponía mis cinco sentidos a disposición de casi una hora de clase y él reconoció mi esfuerzo sin halagos. Cuando reflexionaba en voz alta, él retroalimentaba mis ideas. No cogía notas, porque todo lo que me decía se grababa a fuego en mi cabeza. Él no necesitaba leernos toda la teoría, solo explicarla. Supongo que, en un sistema en el que todo se basaba en puntuar nuestra memoria, él se salía de ese molde: aprender y saber expresar. Eso es lo que quería que hiciéramos.

Manifesté mi amor por la filosofía y él no dejó que ese sentimiento muriera. Me hablaba de otros autores que en clase no iban a ser evaluados, me contaba acerca de libros y cómo estos habían influenciado en su aprendizaje. No en lecciones académicas, si no vitales.

Aprendí más de la filosofía de la vida en esos meses que de la que escribieron otros hace mil años. Creé la mía propia, la que me ha acompañado desde ese momento hasta ahora, la que me ha hecho sentirme orgullosa de la persona que soy hoy. Una filosofía con la que he desarrollado al máximo mi persona, no mis capacidades o mis habilidades, innatas o aprendidas, no: a mí.

Como todo estudiante al que le toca escoger su futuro, tenía miedo a equivocarme. Dudas propias de mi edad con una responsabilidad tan grande como decidir mi camino.  Recuerdo que fue él el primero en disipar ms inquietudes: “¿qué te gusta? ¿A qué tienes miedo? Si de verdad crees que esa es tu vocación, adelante. Todos nos equivocamos”. Elegí por mí, y unos años después sé que tomé la decisión correcta, no sólo por haber escogido un sendero fructífero, también por haber hecho caso a mi corazón.

Creo que ningún profesor hasta ese momento me valoró tanto como persona y como estudiante. Me propuse a mí misma que filosofía será mi mejor calificación ese último año, que aprendería y pondría en práctica, que era capaz de explicar cualquier teoría y conseguirlo. Él me animaba, y desde el humor me decía: “yo rara vez califico con diez un examen, tienes que hacerlo muy bien”. Y yo me marcaba ese reto. Nunca llegaba, siempre me quedaba cerca. Hasta el día en el que me levanté de mi mesa a recoger un examen y vi el número diez, en tinta verde, rodeado. Sonreí, y al mirarle le vi imitando mi gesto. “Te lo mereces”. 

Si yo me lo merecía, sin duda, era porque en cada cuestión, en cada miedo y en cada inquietud, él estaba ahí para darme la herramienta correcta y que yo pudiese encontrar mi propia solución.

El día del examen final, en mayo, estaba nerviosa y sentía que se me saldría el corazón por la boca. Él colocó el examen bocabajo en mi mesa, y luego firmó un folio en blanco con aquella ya característica tinta verde. Me sonrió. No hacía falta que me dijese que podía hacerlo, le entendí. Era de pocas palabras cariñosas, pero nunca dudé de su amor inmenso hacia todos nosotros.

El momento en el que por fin nos despedíamos de todos aquellos años de instituto, mientras caminaba por el pasillo del salón de actos, él estaba allí esperándonos a todos. Nunca sabré qué pensaba en ese momento, pero podía ver en sus ojos un orgullo enorme por haber sido parte de que ese día emprendiéramos el vuelo para salir del nido.

Cuando cogió el micrófono, dijo entonces palabras que se me grabarían a fuego en la cabeza: “aunque no lo diga nunca, os voy a echar de menos y estoy muy contento por todo vuestro trabajo”. Sonreí reflejando en mi boca el cariño que sentía en el corazón, recuerdo perfectamente la naturalidad con la que se me escapó aquel gesto.

Años después, yo sigo siendo una enamorada de la filosofía, y me gusta pensar que aún, sentados en esos pupitres, hay chicos y chicas que, como yo, se sentían perdidos hasta que aprendieron a filosofar por sí mismos con él como guía. Porque más que profesor, fue eso: guía.

 

@zendalibros (http://instagram.com/zendalibros) @iberdrola (http://instagram.com/iberdrola) #MiMejorMaestro

Comentarios

  1. Every time I read from this blog site I learned something new, but the comments here make me think differently at times.
    secure protection services calgary

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

"Yo quiero ser como mamá". - Marta López Nazco

90 minutos.